Centro de atención primaria, antes ambulatorio. Entre pacientes
esperando turno, acompañando a una persona que necesita atención,
aguardas en el vestíbulo, apoyado en la pared con un libro en las manos.
Frente a ti, impreso en fotocopia, un rótulo pegado con cinta adhesiva:
«El Colegio de Médicos actuará por vía penal contra toda clase de insulto o agresión hacia el personal de este Centro». Al lado, otro de las mismas características referido al Colegio de Enfermeras. Un poco más allá, un tercer cartel: «Se ruega guardar silencio».
En la sala de espera hay sólo una veintena de personas, pero el
guirigay es espantoso: conversaciones en voz alta, llamadas por el
móvil. Parece un mercado. Abundan las protestas a grito pelado, con
intención de que las oiga el personal sanitario que anda cerca, en plan
estoy citada a las cinco menos cuarto y son menos cinco, qué poca
vergüenza, mira qué tranquilas van las enfermeras y nosotros aquí,
esperando, menuda pandilla de golfos, etcétera. Todo eso, expuesto con
la zafia prosodia que manejamos los españoles en nuestras relaciones con
el prójimo. Por supuesto, hay varias señoras de pie y varios fornidos
varones sentados, mirando al vacío como si no las vieran.
Con
quince minutos de retraso -plazo razonable, dado el trajín y la
acumulación de gente-, entras en la consulta acompañando al paciente. Un
médico con claros síntomas de agotamiento atiende sin levantar la
cabeza mientras rellena los impresos adecuados. Y cuando a una de sus
preguntas el paciente responde: «Desde las vacaciones», el doctor
levanta por primera vez la cabeza, lo mira sarcástico y comenta: «Yo no
tengo vacaciones». Luego procede al reconocimiento, mientras a través de
la puerta cerrada llega el espantoso vocerío que continúa afuera, los
gritos y las desconsideradas conversaciones en voz alta.Toca ir a
urgencias. Como ahí la peña anda más perjudicada, el griterío es menor.
Algo. Pero no faltan conversaciones telefónicas, voces en alto y
protestas. Por la espera, por la falta de asientos, por no poder fumar,
porque no hay máquina de café y refrescos. Todo cristo tiene algún
agravio sanitario que exponer, directa o indirectamente, cada vez que
asoma alguien del centro. Aguantando estoicas las preguntas, las
protestas y los malos modos -con el pretexto de enfermedad propia o
cercana, la falta de educación alcanza en lugares como éste extremos
inauditos-, dos cansadas enfermeras, con una buena voluntad digna de
elogio, se ocupan de todo con mucha mano izquierda, resignación y
envidiable sangre fría.Llaman a un paciente. Fulano de tal. No aparece.
Alguien comenta que se ha ido, cansado de esperar. No sería tanta
urgencia la suya, piensas, aunque procuras no manifestarlo en este
ambiente más bien hostil. El próximo paciente es una señora joven,
musulmana, con pañuelo en la cabeza, acompañada por su marido, que se
levanta para escoltarla. No puede venir usted, dice una enfermera. En
urgencias sólo entran los pacientes. Entonces, el marido monta una
bronca espantosa. Él no deja sola a su mujer allí dentro, y todos son
unos racistas. Él conoce sus derechos. Sale un médico. Intenta
convencerlo. El otro levanta más la voz. Racistas, insiste. Al final,
claro, entra con la mujer. Entonces todos los pacientes, que habían
estado callados mientras las enfermeras y el médico se enfrentaban al
marido, estallan en comentarios. Podían irse a que los atendieran en su
tierra, y cosas así. Un par de ellos sacan el móvil y se ponen a contar
el episodio a su familia, amigos y vecinos. A gritos. Mira tú el moro.
Etcétera.Sales al pasillo y vuelves a la sala de espera. Bajo los
carteles que piden silencio, el vocerío es insoportable. Zumba la
colmena de conversaciones en voz alta, ordinariez, descortesía y
comentarios despectivos sobre el funcionamiento de la sanidad pública
española. Se cae la cara de vergüenza, dicen. Y todo eso. Por un momento
sientes el impulso de levantar la voz, como todos, para decir: «Tenéis
una sanidad pública que no os merecéis, tontos del culo. Que no nos
merecemos. Una sanidad fantástica. Gracias deberíamos dar por que esto
todavía aguante. Que a saber cuánto dura. En vuestra puta vida, en la
nuestra, podríamos pagarlo de nuestro bolsillo. ¿Quién os habéis creído
que somos?».Es lo que te pide el cuerpo decir. Pero no lo haces, claro.
En vez de eso, cierras el pico y te apoyas en la pared bajo los carteles
donde se advierte a quienes insulten o golpeen a médicos y enfermeras.
Luego abres el libro que traías, haciendo como que lees; mientras, en
efecto, se te cae la cara de vergüenza.
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miércoles, 20 de junio de 2012
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